Los caseros alaveses cortaban con hacha una rama de acebo, avellano o boj, y con una navaja ajustaban la base a su gusto. La parte alta se doblaba para darle forma y se ataba fuertemente; dejada así por espacio de unos cuantos meses, acababa perfectamente domada. El sobrante lo recortaban con un serrucho y otra vez con navaja terminaban el trabajo, lo decoraban, etc.
La vara de avellano no era un útil cualquiera. Evidenciaba la meticulosidad de quien la portaba. Amable y agresiva a la vez, para apoyar el paso o golpear a un animal que se empeñaba en no obedecer. Una vara larga, recta, flexible. Una vara suave al tacto, que dejaba que los dedos la recorrieran sin apenas rugosidades. La vara de avellano no era cualquier palo largo, era motivo de análisis y de búsqueda.
Recuerdo su color, marrón oscuro jugando con el negro. A veces veteada pero sin excesos. Apoyada en cualquier lado, cuando no estaba en uso, explicando cómo era la persona que había conseguido crearla. Materia prima apenas transformada. Una lenta labor de domesticación que tenía más que ver con la intensidad de uso que con su transformación. La vara, larga, seria, erguida. También amable. Sí, también amable.
Ver la vara de avellano es ver a su lado a mi abuelo. Es uno de aquellos objetos que lo caracterizaban. De pie, él y su vara de avellano. Pasa el tiempo y me cuesta ver una vara de avellano. Solo manipulando el recuerdo consigo sentirla en las manos. Pero me gusta sentirla. La vara de avellano, aquella que había que cortarla en invierno, con la luna menguante.
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